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Caminante no hay camino, se hace camino al andar.

viernes, 27 de junio de 2008

la verdad ocurre en el silencio

Se esta luciendo este compa

Ruido y verdad

Juan Villoro
27 Jun. 08

A propósito de la fallida versión fílmica de Sexo en la ciudad, el actor y director de teatro Enrique Singer me planteó una pregunta decisiva para distinguir dos medios de comunicación: "¿Por qué es más fácil creer algo en la televisión que en el cine?". Luego adelantó una respuesta: "El cine tiene más necesidad de parecer verdadero".

¿A qué se debe esto? Tal vez porque Singer acaba de montar la obra Memoria, sus palabras activaron mis recuerdos de espectador. De golpe me situé a principios de los años noventa, cuando la clase media mexicana regresaba a las salas de cine luego de una larga ausencia.

Es fácil olvidar los comportamientos urbanos que han desaparecido, pero hubo un tiempo en que el público volvió al cine con profunda extrañeza y se comportó ahí como si viera un video en su casa. Ante la cara de una asesina serial, alguien decía: "Mira: igualita a Tere"; mientras tanto, en la fila de enfrente, otra persona compartía su perplejidad: "¿Por qué la besa? ¿No que eran hermanos?". En las películas que transcurrían a lo largo de varios años no faltaba una pregunta de involuntario peso filosófico: "¿Es el mismo o ya es otro?".

A mediados de los ochenta los cines eran ruinosos. Las salas previstas para épicos estrenos (el público como la tribu de Moisés) y para simular en su techo una noche estrellada y en sus balcones un palacio chino, habían sido derrotadas por el video. En esas raídas butacas ya sólo se sentaban alguna rata de ocasión, ciertos cinéfilos imbatibles y los sospechosos que buscan la complicidad de lo oscuro. Cada vez que querías ver una película, descubrías que estaba en un sitio lejanísimo y quizá digno de su nombre (Papanoa 2). Ante esa alternativa, recordabas las ventajas de la tele, medio de comunicación que mejora con botanas.

Durante unos 10 años mucha gente perdió la habilidad de concentrarse ante una película. Cuando los mausoleos de 500 butacas se reconvirtieron en rutilantes multicinemas, presenciamos un experimento antropológico: la conducta de la gente había cambiado; ahora veía el cine visto con la desatención propia de la tele.

Diez años son suficientes para olvidar cómo se usa una forma del arte. En su libro de memorias, Mi último suspiro, Buñuel cuenta que cuando el cine llegó a Zaragoza nadie lo entendía. Ver imágenes en movimiento resultaba demasiado veloz y complejo para una ciudad acostumbrada a ver atardeceres.

Eso cambió hasta convertir al cine en una fábrica de costumbres, entre otras, la de contemplar películas. En la cavidad de la sala el espectador ingresa en una realidad alterna, un sueño dirigido. No es casual que Buñuel pasara de practicar el hipnotismo a redefinir el cine.

Una película reclama la atención que debemos conceder a un mundo paralelo. En cambio, la televisión sucede mientras planchamos o hablamos por teléfono; su fuerza depende de comunicar de manera ambiental, sin que prestemos demasiada atención. De modo célebre, McLuhan consideró que el televisor era un objeto comunitario similar a una fogata, capaz de "retribalizar" a la gente. En efecto: hay programas que nos gustan porque estimulan la conversación.

En ocasiones, ni siquiera advertimos nuestro contacto con la tele; la "vemos" sin saber que lo hacemos. De pronto te sorprende saber que Madonna tiene harto a su esposo con su tendencia a adoptar hijos africanos o que Nicole Kidman abusó del botox y es incapaz de alzar una ceja sin sobreactuarse. ¿Por qué sabes esto? No recuerdas ningún programa al respecto, pero estuviste en contacto con una pirámide de 10 televisiones en un almacén; un autobús donde, extrañamente, no sólo exhibían películas de karatecas; un consultorio donde la verdadera terapia consistía en escapar del televisor en la sala de espera; un taxista que prestaba alarmante atención a la minipantalla colocada sobre el taxímetro.

La televisión ocurre sin que el contexto se suspenda; su credibilidad es la de un aparato en medio de la vida: pide ser vista al modo de un acuario; en cambio, el cine equivale a una inmersión submarina.

El lenguaje televisivo es un honesto artificio: las risas pueden estar enlatadas y los efectos especiales mostrar sus costuras. Las mejores comedias de México y Estados Unidos, El Chavo del 8 y Seinfeld, ocurren en sets que serían intolerables en el cine. ¿Por qué admitimos el cartón, el poliuretano, la burda utilería de la tele? Porque también el televisor está plantado en un set sin grandes méritos: la sala de la casa. No sólo vemos un programa, sino la decoración doméstica (el payaso de cristal al que le falta una mano y el tapiz de la Última Cena que tanto le gustaba al abuelo y nadie se atreve a descolgar). El discurso televisivo no reclama otra verosimilitud que la de existir mientras alguien se pinta la uñas. El contexto exterior a la pantalla -desbordado y siempre presente- relativiza lo que ahí es "verdadero": un caballo habla, un espía tiene un teléfono en el zapato, una hechicera cambia el mundo con un movimiento de nariz. Esto no significa que no sirva para transmitir películas o series hechas con criterio cinematográfico (es decir, que mejoran si apagas la luz: Los Soprano, 24, Mandrake, Capadocia). Lo decisivo es que ahí las historias pueden tener un trato muy flexible con la verdad. Para que Batman fuera creíble en el cine se necesitaron imponentes efectos especiales y a Michelle Pfeiffer de Gatúbela. En cambio, la serie Friends prosperó sin más escenografía que unos sofás.

Cuando el público mexicano volvió masivamente al cine demostró que los años de televisión lo habían tribalizado. Aunque no falta quien encienda el celular para comunicar algo tan trascendente como "dile a Jonathan que ya empezó la película", poco a poco se recuperó la costumbre de ver cine.

Esto nos lleva a otro aspecto de la pregunta planteada por Singer: la verdad ocurre en el silencio

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo por eso amo el cine. En tele solo veo LOST.

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